A veces lo único que se quiere, es llorar.

Llorar como una margarita.

Llorar de puro capricho y gusto.

Torrentes de lágrimas que no paren

por días y días, semanas, meses, años y siglos…

Hacerlo hasta que se termine llorando

sangre, pulmones, corazón e hígado.

Llorar ridículamente porque se quiere.

Que los ojos se vuelvan agua y

los cóncavos se transformen en cisternas,

en lagos cristalinos, en mares de Neptuno.

Llorar porque no sé sabe qué hacer.

Llorar por desesperación,

por impotencia y angustia,

como un monzón sobre la selva,

de esos que duran años y

van ahogando lo que sea:

animales, frutos y hierbas,

matando insectos y sabandijas.

Llorar, porque se está cansado,

cansado de no parar de llorar.

Diana Rossette Luciano

8 de marzo del 2016

Ciudad de México