Re-presentar, personi-ficar, actuar, ejecutar, presen-tar, en-carnar… ¿Qué es lo que hace un actor?; ¿qué proceso metafísico le permite ser él, o dos al mismo tiempo, y en consecuencia no ser ninguno?
El actor es una emanación de múltiples ficciones, incluso su consustancia forma parte de este abanico de imaginarios que le dan carácter de “monstruo”, de hidra, mitad él, mitad otros. El mismo actor incide voluntariamente en su propia psique, la manipula, la trastoca, la fragmenta e implanta selectivamente pensamientos, sensaciones, vínculos con la finalidad de transmutarse en una existencia quimérica, en la que él y quienes lo espectan son envueltos por una realidad semejante a la que crea el chamán o el prestidigitador.
En ocasiones el actor logra convertirse en receptáculo de lo divino –hombre-dios. Por su cuerpo atraviesa el soplo de lo sagrado y queda sometido a los designios hieráticos. Como cualquier otro artista que ha sido atravesado por la lanza de lo sacro, el actor se desprende de sí y se transfigura como el santo que deja de ser hombre y adquiere una naturaleza sobrenatural –abstrae y encarna su propia creación–. Abandonado a su cuerpo y a esas otredades artificiales como el niño que juega a ser un animal o estela, el actor fluye en múltiples realidades.
La actuación ha estado desde los principios del origen de la cultura, desde el primer instante en el que alguien reprodujo a la naturaleza, desde el momento en que alguien se sirvió de lo imaginario para personificar las fuerzas de lo inmaterial.
Los antiguos artistas griegos creían que las musas solían operar a través de ellos, es decir, eran el conducto de lo divino. No se asumían como los creadores del poema, del canto o la música, sino como instrumentos de la creación artística divina. Apolo entonces, mandaba a sus musas a dictar a los músicos los sonidos celestiales del arpa. Ellos interpretaban y materializaban el mensaje de los dioses.
Durante el origen del ritual a Dionisio, dios del teatro, el vino y la locura, se conoce que sus adeptas destazaban carneros que después consumían como un símbolo de ingerir al dios. Posteriormente, Dionisio se haría presente en el ritual a través de un hombre que personificaba a un sátiro (mitad hombre, mitad cabra), y de ahí la historia sigue hasta el surgimiento del teatro griego.
Algo similar sucedía en la cultura mexica con los ixiptla: mujeres y hombres que servían para personificar a los dioses durante los grandes rituales, su cuerpo, se convertía en un contenedor que permitía a los dioses estar presentes entre los humanos.
La palabra ixiptla puede traducirse como “el personificador”, sin embargo, hasta la fecha no hay consenso absoluto sobre el significado y uso de la palabra, debido a la complejidad y sentido que le otorgaban los antiguos mexicas, por lo que, también puede entenderse como “imagen” o “representación”, dado que existían dos tipos de ixiptla entre los mexicas: en objeto y humano. El ixiptla objeto, solía ser una figura elaborada con amaranto o barro y poseía los rasgos de algún dios, e incluso algunos eran objetos simples, como un trozo de jade u obsidiana donde se creía que el dios radicaba dentro; el ixiptla humano como es el caso del ixiptla de Tzoalli de Huitzilopochtli, solía ser un joven guerrero al que se le trataba como al dios mexica durante todo un año, y en la llegada de la Veintena de Toxcatl, el joven era sacrificado, su corazón extraído y al final decapitado.
El ixiptla humano, estaba obligado a preparar su cuerpo para entrañar al dios. Algunos lo practicaban desde la infancia y su personificación era acorde a las características del dios que contenían. Vestían a imagen de los dioses, de tal forma que para los mexicas sus dioses estaban entre ellos. Habían ixiptlas “profesionales” que podían representar a distintos dioses, como los sacerdotes que representaban a Xipe tótec, quienes cubrían sus cuerpos con las pieles de los capturados pintadas de amarillo, a semejanza del dios “Desollado”, patrón de la siembra. Otros, en condición de esclavitud, eran preparados como ixiptla y tras ser sacrificados, su carne –que ya no era humana sino divina– se tornaba festín para los humanos.
Un paralelismo actual que podría servir para comprender con mayor cercanía el papel del antiguo ixiptla mexica, sería la celebración de la Semana Santa en Iztapalapa. La gente de la comunidad se encarga de organizar y representar la Pasión de Cristo cada año. Bajo un estricto proceso de selección se otorga la personificación de Cristo a un hombre joven, oriundo de la zona, con fortaleza física, compromiso espiritual, soltero y sin hijos, quien podrá representar a la divinidad una sola vez en su vida. Éste asume el rol con compromiso y dedicará hasta 150 horas en el trabajo para encarnar al hijo del dios católico. Purificará su cuerpo para ser digno de convertirse en deidad, por lo que no hablamos de cualquier actor, sino del actor-divino.
El actor divino, monstruoso, quimérico, se mantiene latente e incógnito, y en ocasiones hasta el mismo se desconoce como tal. En los rituales que superviven al mundo de la racionalidad y la comprobación, hay como ejemplos: las Danzas del Tigre del Estado de Guerrero, donde los actores de la naturaleza y lo divino se dejan habitar por el tecuani (el tigre), al que no solo imitan, sino que se convierten en él. El tecuani es una figura sagrada, es el nahual (el come hombres), el que es capaz de pasar de hombre a animal por el puro dominio de su ser. Hay otros que invocados por el ritual de la Fiesta de Toritos de Tultepec, atraviesan las llamas y adquieren los dones de San Juan de Dios, el santo que el dios cristiano facultó para atravesar las llamas. Año con año, estos actores de lo sacro, se transforman en hombres extraordinarios y entre la danza, el canto y la tambora logran atravesar el fuego que irradia de los toros pirotécnicos. En un ritual de la Costa Chica, en ciertas épocas, son expulsados del inframundo los Diablos Negros, que danzan al sonido de sus chicotes, con ropas rasgadas, barbas y cuernos. Pero no vienen solos, traen consigo a la bruja que baila desaforadamente junto a ellos. Este hombre-bruja sostiene en sus brazos una muñeca blanca a la cual golpea mientras desborda sensualidad frente a los espectadores. Estos actores-diablo no son menos comprometidos que el resto, han practicado cada uno de sus movimientos, han elaborado sus vestuarios y sus máscaras para ser el diablo del esclavo, el judas frente al dios-blanco del “conquistador”.
Por tanto, podemos rastrear la función del “personificador” desde el origen de nuestra cultura. Éste, vive en la actualidad con intensidad su función en las prácticas de decenas de comunidades que a través de las representaciones escénicas populares (teatro danza, rituales) convierten a los campesinos, obreros y artesanos en los “personificadores” en las grandes fiestas de pueblo. Son actores de la resistencia, actores quiméricos que siguen siendo conductos y portadores de los sucesos misteriosos de la naturaleza, de las múltiples realidades, de lo chamanistico y de la historia, y aunque ajenos a los conceptos formales de la actuación europea, su quehacer no es menos comprometida o rigurosa que la de aquellos formados en las aulas.
El ixiptla antiguo aún está aquí, en aquellos que prestan y entrenan su cuerpo para la transfiguración divina. Gracias a ellos los dioses aún coexisten con nosotros en este mundo. ¡En cuántos actores de lo místico se sigue preservando el origen, el pasado y el mito! Actores que, en su comunidad, en su herencia cultural, en sus creencias y en su realidad, operan la trascendencia de lo eximio.
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