El cuerpo, o los cuerpos, eso mismo es lo que se trata de tocar con el pensamiento:
cuerpos de «psique», ser-extenso y fuera-de-sí de la presencia-en-el-mundo.
Jean Luc-Nancy
El cuerpo
Antes de concebir personalmente al cuerpo como un ente idiomático, deberíamos de descubrirlo en su propia vitalidad, tal cual sucede en los primeros meses de nuestra vida cuando la ausencia del lenguaje verbal y escrito nos conduce a relacionarnos francamente con el mundo desde el cuerpo: la luz, los olores, las sensaciones. El enmascaramiento de los términos nos aleja de él al llamarlo y definirlo bajo un adoctrinamiento antiquísimo, que para el presente resulta obsoleto ante las potencialidades del cuerpo: ideas construidas que apenas si rasgan la esencia de su vitalidad, invenciones idílicas, metáforas; aunque estas últimas se aproximan más a la experimentación de las corporalidades, que son funciones de la poesía enmascarada por develar. El cuerpo coexiste en el límite entre ser un sustantivo, y fisiología. Se bifurca entre ser un concepto y una realidad. Al cuerpo solo se le puede conocer en la genuina experiencia senso-real del mismo, en el sexo, el dolor y la muerte. En ello el cuerpo es cuerpo. Ante la carne, la grasa, el sudor, el vello, el olor, el órgano, la pulsación o la emanación, el cuerpo se nos hace presente, se nos revela, como un dios arrancándose el traje de lo humano.
El cuerpo es un sistema orgánico entretejido y conectado por múltiples cuerpos y corporalidades, y que está delimitado por una forma física: órganos, miembros, huesos, tejidos, células, sentidos, sistemas, bacterias, virus; es decir, es un cuerpo hecho de cuerpos, como todo lo natural que habita en el universo, su unidad mínima es el átomo. Y como sistema está en constante movimiento-función. Aún en la muerte el cuerpo se encamina hacia sus próximos estadíos.
El cadáver
Dado que nadie puede experimentar la muerte ajena, lo más cercano que tenemos a la muerte es el cuerpo yerto. Se instala en la memoria para la eternidad el primer encuentro con la muerte, como una fotografía nítida e imborrable. En el instante de muerte, se empalma el estruendo y la calma. Es un quebranto que traspasa el tiempo, que disloca la realidad, un ensueño metafísico, un golpe de fragilidad, un ser fuera de la vida, y en consecuencia, fuera de nuestro alcance. El cadáver es tan muerte, que inmediatamente se convierte en un extraño, tal vez por eso lo enterramos, para no ver lo que no comprendemos. El cadáver es precario, es desnudez que nos sonroja por su transparencia. Es por ello que lo adornamos, lo maquillamos, lo vestimos y lo postramos hermosamente en el santuario; lo rodeamos de oraciones suplicantes, velas e incienso, para ser capaces de enfrentar su transparencia. Cuerpo de muerte, despojado de su existencia perecedera, encumbrado en la perfección de su diseño biológico, conferido de mutados revestimientos ideológicos por los ciclos del pensamiento.
A mí la muerte se me acercó en la infancia. En aquel entonces no hubo flores, velas, ni rezos. Ni siquiera cuerpo. Y aún en esa ausencia había muerte y mucha. No hubo cuerpo que velar porque éste fue devorado, saqueado, mutilado, vendido, ignorado, acribillado, olvidado por un sistema. En su olvido quedaron enterrados los sucesos sufridos por ese cuerpo-carcasa, y los actos cometidos por aquellos que llevaron a ese cuerpo a su fin, a su destrucción. Fui espectadora del tráfico de órganos, la fosa común, la corrupción, la indiferencia y el rezago; mazo que destruía una pared apocada donde la muerte reforzaba una realidad ya de por sí violenta. Cuando hay hambre, dolor y muerte, el cuerpo nunca duda de lo que es.
Para los asesinos de aquel cuerpo no fue suficiente el frenesí y el éxtasis de romper un cuerpo. No les bastó la muerte, buscaban la destrucción. El voyerismo perverso y sádico es solo una tímida acción del gran acto criminal. El asesino diestro, es un operante de la aniquilación. Su objetivo es la extinción, reducir un cuerpo a nada. Alimentado por su imaginación, idea las formas y los procedimientos. La bala no basta, es necesario ver al cuerpo desaparecer, mejor dicho, el perfeccionamiento de su acto de desaparición.
En estos actos sanguinarios, penetrar el cuerpo no se acota a lo sexual. La pornografía les resulta «kitsch», un remedo de la verdadera penetración corporal que ejecutan: el desmembramiento, la extirpación de los órganos, el correr de la sangre.
El cadáver como elemento sacro y trascendental va quedando borrado de la cultura. Los muertos, cada vez son menos ungidos con las vehemencias religiosas y la devoción. Ahora su fin es convertirse en desechos, ocultos en tierra quemada, disueltos en ácidos, apilados en terrenos inciertos. Se ha cambiado el féretro por la fosa común. La bolsa negra de plástico sirve de decorado para un puente transitado. No hay cuerpos que enterrar, vivimos en la masificación de los cadáveres. El cuerpo es igual a nada. No es depósito, ni contenedor, ni máquina, ni transporte, ni semejanza de deidades. El cuerpo del exterminio es el que se erige como emblema de la posmodernidad: LA DESTRUCCIÓN. A diario enterramos identidades en pedazos, calcinadas o en ausencia. Escribe Jean Luc-Nancy:
«El cuerpo es una prisión o un dios. No hay término medio. O bien el medio es un picadillo, una anatomía, una figura desollada, y nada de eso hace cuerpo. El cuerpo es un cadáver o es glorioso. Lo que comparten el cadáver y el cuerpo de gloria, es el radiante esplendor inmóvil: en definitiva, es la estatua. El cuerpo se realiza en estatua.»
El cuerpo en las fotografías de los periódicos y medios de comunicación, es un cuerpo mensajero de la violencia, un cuerpo escultura del terror: mutilado, decapitado, es transformado en efigie de la crueldad. Inmóvil, cumple con el cometido de transmitir el pánico y el sometimiento. El asesino hace de las calles su espacio de exhibición museográfica, el escenario de su cruenta representación, y el resto somos sus espectadores. Y en su depravado montaje se apropia de los entornos y los cuerpos, que doblega y decide su colocación. El ser humano maniquí, el ser humano objeto es la pieza principal de su inspiración. La muerte es reducida a desperdicio y los vivos a espectadores de un monumental escenario carnicero.
En 2009 en Suiza los arqueólogos Anna Kjellström y Fredrik Hallgren hallaron los restos de cabezas empaladas de hace 8000 años en un terreno. En 2012 un periòdico chihuahuense publica: «Dejan cabeza empalada con mensaje», la nota continúa: «cuerpo humano contenido en una bolsa de plástico, misma a la que al lado dejaron una cabeza enclavada con un palo de madera en la tierra y le colocaron un dedo cercenado en su boca.» Es propio de lo humano la exhibición de la violencia. El cuerpo del exterminio nos hace espectadores cruentos. No hay muerte sagrada. Ahora es vulgar y sistemática.
La muerte en el teatro
Con el panorama de nuestro presente: ¿cómo debemos o podemos los artistas escénicos representar la muerte en el teatro?
Posiblemente mostrando cuerpos existiendo en conciencia. Presentemos cuerpos en su máxima exposición de vida, cuerpos que en el palpitar de la carne, del sudor, del ojo que mira, exuden el soplo de vida, el pneuma, la psyque o el thymos. Desnudos, diversos, sintientes. Que lloren, rían y griten en contraste a los moribundos bultos masificados de las fosas y las calles. Que sea el cuerpo vivo el que nos lleve a la experiencia de la muerte, o bien, si el cuerpo que vibra y late se mueve y desplaza, no dice nada, entonces ahoguémonos en el desquicio, la euforia, la esquizofrenia; para reventarnos y empezar de nuevo.
¿Cómo podemos representar la muerte cuando ésta se ha convertido en una burla? Miremos al cuerpo sin idealizaciones. Mostremos lo que siempre negamos de él, ese cuerpo sediento, jadeante, excresante. Restituyamos la existencia del «cuerpo» por medio de la teatralidad. Escribe Deleuze:
«¿Por qué esta legión lúgubre de cuerpos cosidos, vidriosos, catatonizados, aspirados, cuando el cuerpo sin órganos también está lleno de alegría, de éxtasis, de danza?»
La danza de la supuración, de la llaga que se muestra como expresión de vida, y la enfermedad como síntoma de existencia.
Hagamos del teatro el espacio para el cuerpo. Enmarquemos la existencia, no como cosa, idea o concepto, sino como muestra de nuestro ser en contracciones, fragilidades, vulnerabilidades. Que cuando pronunciemos la frase «allí hay un cuerpo», no sea un cuerpo inventado, sino un cuerpo descubierto.
Tenemos que encontrarnos en la confrontación de existencias. Que el teatro se vuelva real no porque imite la realidad, sino porque abandona las ficciones culturales. Enfrentémonos en el teatro con la muerte sublime que se nos ha negado, con esa muerte que nos hace temblar los intestinos y que nos obliga a respirar más aire, a ser más humildes ante la existencia de un todo, a esa muerte que nos aterriza y que nos hace estar más presentes y que nos asombra, porque nos recuerda que somos pasajeros fugaces: La muerte y el teatro en un matrimonio tanático que sirva de vehículo para reconocernos humanos, y llenarnos de vida en conciencia de la muerte.
Presenciemos cuerpos vivientes, vibrantes, que agonizan sometidos al tiempo. El cuerpo en vida y muerte. La muerte revelada por medio del teatro. La barbarie puesta al desnudo por el teatro. El exterminio manifestado por el teatro, pero no para su denuncia, ni para su representación, o como testimonio; sino como la reflexión de lo que los seres humanos son capaces.
No se trata de la muerte sino de la vida, de la destrucción del NO-SUJETO y la aparición del SUJETO, quien puede poseer un cuerpo tan transparente como el del cadáver; un cuerpo tan material que alardee de su tiempo.
Escribo esto porque me encuentro en el dilema constante e inacabable de pensar sobre la ética del artista y de cómo debemos de representar la violencia en el teatro –si es qué es nuestra función representarla–, sobre cuál debe ser nuestro rol y responsabilidad ante los tiempos que espectamos.
Diana Rossette Luciano
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