Durante décadas en el cine Hollywoodense, en los escenarios de Broadway y más cercanamente en las producciones de streaming on demand y plataformas de video; nos muestran mil y un veces las ya tan conocidas historias de personajes que triunfan ante titánicas adversidades, y particularmente se nos ha relatado aquella conocida como la del “héroe”. Se trata de un ser marginado con dotes especiales, que vive en circunstancias precarias y que está destinado –ese es el sentido de su vida– a liberarse o liberar a otros de la opresión ejercida por los bloques superiores del poder, ya sea que esto esté representado por el dinero, la clase social, la fuerza política, la guerra u otros factores tantos más. Este ser, siempre lleno de virtudes como la bondad, la persistencia o la honestidad (todas ellas abordadas desde una perspectiva melodramática) y alguno que otro defecto, posee un don que lo convierte en un ser “único” y excepcional. Sin importar los temas que se aborden en la trama: racismo, homofobia, misoginia, clasismo, pobreza etc., o si nos los cuentan a través de dibujos animados, en series, en escenarios apocalípticos, en un pequeño pueblo o en grandes ciudades; el héroe o heroína siempre va a quebrantar o mínimamente hacer cimbrar la realidad en la que vive, incluso si se trata de la propia naturaleza. Estas historias han alimentado el imaginario a generaciones y generaciones de infancias, juventudes y adulteces, lo que no es poca cosa si pensamos en el imaginario como un factor acotador del mundo en el que se cimientan las relaciones sociales y las fuerzas de poder. 

Los éxitos de taquilla, las groseras cantidades de dinero que se manejan en las producciones, el esfuerzo de patrocinadores por posicionar su marca, o las intenciones de intereses políticos por manipular la opinión pública –por mencionar algunos de los tantos factores que interfieren en el contenido de dichas historias–, nos demuestran que tales “productos” no están libres de ideologías, al contrario, entienden perfectamente el impacto que tienen sobre la población a la vez que, bien saben apelar a los pensamientos y emociones que radican en la mayoría de los espectadores.  Desde los inicios de la propaganda, la radio y la televisión, los medios masivos, han sido utilizados para imponer ideologías, convencer o maquillar aspectos de la realidad, y claro, para vendernos productos. 

Los relatos poseen historicidad, que no es la historia en sí misma, sino la perspectiva, forma y la deliberada selección de eventos que se constituyen a través de la cultura que emerge. En cada época los mega relatos, tal como lo precisa Lyotard, configuran la lógica de las ideologías dominantes y aunque declara el filósofo, el fin de los grandes relatos en la posmodernidad, lo que vemos es un resurgir del mito de la emancipación utópica que pervive ahora con distintas máscaras, por ejemplo, una de estas caretas es la de los personajes de superhéroes de cómic –creados a mediados del siglo XX durante las guerras mundiales–, bajo una ideología totalitaria, bélica y apocalíptica. Estos personajes fueron diseñados para constituir el imaginario de la guerra, ya que las grandes potencias requerían instaurar de forma reductiva, emocional y visual la justificación de sus acciones militaristas. Entre ellas, estuvo el confeccionar un rechazo generalizado hacia la “otredad” por parte de la ciudadanía. Los otros, fueron lentamente convertidos en los enemigos, esos otros que no comparten la cultura ni los principios civilizados del buen gobierno, y que por lo tanto debían ser exterminados. El otro, siempre bárbaro, siempre peligroso, tenía que ser subyugado para alcanzar la paz social. Así, los “superhéroes”,  vengadores y auxiliares eran el símbolo de la justicia en el combate contra los “otros”. Lograban en el terreno de la ficción el anhelo de la colectividad, mientras que al mismo tiempo construían la narrativa  social y política del vencedor y el vencido, del bueno y del malo, del superior y del inferior  

En décadas futuras, ya durante la Guerra Fría, en occidente aparecería una colección de hombres musculosos mostrados en la pantallas de los cines y los televisores como los “héroes de acción”, la extinta URSS, los asiáticos, los latinoamericanos y tantos más, se sumarían a la lista de “otredades” peligrosas que atentaban contra el porvenir. La globalización exportó a estos héroes esteroideados a las distintas latitudes del mundo. Llenas de clichés, esas narrativas comenzaron a hendirse. Ahora no eran de consumo local, sino mundial. Los millones de espectadores que un principio se habían colocado del lado del “bueno”, del blanco, del justiciero, y se habían emocionado de sus triunfos, caerían en cuenta que habían elegido mal su bando, pues tarde comprendieron que ellos eran el “enemigo” representado en aquellas películas. El concepto de “descolonización” se popularizó. Por supuesto, “los malos” comprendieron que eran la mayoría y que su representación en esa gran narrativa los caricaturizaba. Resulta interesante porque el término “descolonización” apareció tras la Segunda Guerra Mundial y fue un concepto promovido por la ONU, para referirse al fin del dominio colonial. 

Los héroes no cayeron de su pedestal, simplemente se reinventaron. Hollywood se sumó oportunamente a este “descolonialismo”. Una industria como ésta, comprende a cabalidad los mecanismos que la mantienen en el top of mind de la cultura. El mundo ya no era local sino mundial, y si en el mundo hay mayor “otredad”, significa que habrá más ganancias si se apelan a éstas.   

La perversidad es mayúscula, el cinismo capitalista profetizado por Marx se muestra sin filtros, y no se circunscribe únicamente a la lucha de clases, sino que el capitalismo encontró en el contar historias seductoras la forma más brutal, efectiva y adormeciente de mantener incuestionada su potestad. Podrá cambiar de rostro, de etnia, pero la acción está finamente calculada. La cuestión es dominar siempre el imaginario colectivo, pues dominarlo significa dominar la cultura. La frustración, la desesperación y la soledad, impulsan el lucrativo comercio del entretenimiento.  Ahora los héroes de las películas y series van adquiriendo un halo mundano, el superhéroe maniobra hacia los sentimientos terrenales, el superhéroe se hace humano. Las grandes producciones se van deshaciendo de la “otredad” aparentemente, y la intercambian para situarla como su mayor y mejor mercancía, para ser la cánula de la liberación de la frustración colectiva. El enemigo ya no es un “otro”, sino él mismo. Con la propagación de la “descolonización”, los “otros” que dejaron de ser los enemigos, voltearon hacia quien los nombraba de esta manera. La mirada conjunta se dirigió hacia los poderes de comunicación y gobernabilidad, pero estos no temieron, al contrario, no dudaron en colocarse a sí mismos como el nuevo enemigo social. De ahí que las historias de la gran pantalla tiende a relatar las historias del pueblo contra el poder. Cinismo puro.

La industria del entretenimiento es aún más poderosa que hace décadas. Ahora no mueve la ideología de algunos países, sino la mundial. Y aunque podríamos pensar que la impopularidad con que se muestra en los dramas filmados, podría haberles afectado, como aquellos en los que se denuncian operaciones coludidas entre el entretenimiento y el poder social tal y como se hace en el “Juego del Calamar”, en realidad, reafirma su potencia y por el contrario, sus medios se acrecientan año con año. Lo que significó en el pasado el gran poderío de la radio o la televisión, ahora son tímidas herramientas ante el avasallador dominio de las redes sociales. Su impactó en la economía mundial y sobre todo en la vida diaria de billones de usuarios, ha secuestrado y limitado las posibilidades de los “imaginarios”. El mundo está uniformado, todos sueñan lo mismo, desean lo mismo, y aún más terrible, fantasean con lo mismo.  

Pero, ¿qué impacto han tenido o tienen estas historias en la manera en la que  abordamos la realidad actual, si pensamos que miles de personas han moldeado su moralidad teniendo como referente o como ente de discusión lo que se muestra en estas historias? ¿Qué deberíamos interpretar socialmente cuando presenciamos el éxito de una de estas historias que hablan de acabar con gobiernos, romper la realidad establecida, criticar mordazmente a la sociedad actual o terminar con el consumismo, cuando son producidas desde una industria (muy desigual por cierto, en su interior) que ha generado en el 2021 más de 41 000 millones de dólares, y donde cerca del 30% lo genera Estados Unidos y Canadá? ¿Cómo es que dichos “productos” no temen poner en su contenido algo que podría catalogarse como “contracultura”? 

En 2004, Andrew Potter y Joseph Heath publican un libro titulado Rebelarse vende, un ensayo que ciertamente tiene partes cuestionables y en otras resulta excesivamente “categórico”, pero que detecta acertadamente cómo varias posturas de la “contracultura” se convierten a la larga en objetos fetichistas mercantiles. De acuerdo a lo que plantean, los movimientos de contracultura dentro del sistema capitalista están condenados a ser alienados y desaparecer. 

Es verdad, en la actualidad cualquiera puede fabricarse a placer una apariencia “antisistema”, sin serlo necesariamente. En un mundo de apariencias, del dominio de la imagen, del culto al cuerpo como sucede en la posmodernidad, donde la realidad de la artificialidad establece los valores de la sociedad del espectáculo, el aparentar sustituye al discurso.  

El rol contestatario, es solo eso, un rol más que confluye en la variedad de apariencias existentes. Crear culto es la praxis del rol, y cuando un buen número de personas lo conforman, para el mercado hay un nuevo nicho de long tail listo para ser abordado. Entonces llega el momento de colocarle precio, empaquetarlo y listo, directo al aparador de las modas de la “contracultura”.  

En el mercado capitalista no existe objeto o idea que no se pueda vender: ¿quieres rebeldía? Listo, te la vendo, ¿Quieres diversidad cultural? Sin problema, aquí la tienes, ¿Quieres feminismo? Adelante, le pongo frases a mis playeras, ¿Quieres acabar con el calentamiento global? Perfecto, tengo el producto ideal para ti. Pongamos el ejemplo más usado, pero el más didáctico de todos, el movimiento punk de los años 70; jóvenes que se agruparon para ir radicalmente en contra de las normas sociales, políticas y estéticas de aquella época; el movimiento se popularizó por todo el mundo y no tardaron  grandes y pequeñas empresas en comercializar artículos relacionados, en ese momento, se dice que el punk murió. De la protesta pasó a convertirse en un producto comercial más de rebeldía de aparador, como bautizaría a este fenómeno el ensayista francés Camille de Toledo. Incluso ahora, si un joven quiere retomar ese icónico estilo, basta con que hurgue en la tienda online de Amazon para que el buscador le despliegue miles de productos. Marcas como L’Oreal, en su página te aconsejan construir un “look punk”, y hasta te ofrecen una guía detallada de los productos que deberás adquirir para conseguirlo. La clave está en la palabra “look”, en la apariencia, no en serlo.  Sin duda, una situación irónica para el punk: querían derribar el sistema y terminaron como objeto de consumismo. 

En la industria musical es evidente este hecho. A partir de los años 60 y con la transformación del concepto de “juventud”, y el foco que recibió el movimiento contracultural hippie en Estados Unidos, se abrió todo un mercado bastante lucrativo para la música, que se abanderó como representante indiscutible de lo joven y lo contracultural, a tal punto que estas dos palabras se convirtieron en sinónimos. La mayoría de la música que se produce hoy en día está dirigida a este sector, la huella identitaria que provoca la música en los jóvenes es explotada en su máximo. Conciertos, merchandising, club de fans y más. Nada nuevo, los Beatles fueron parte de ese inicio. Año con año son lanzados los “artistas revelación”, los modelos a seguir por los  futuros espíritus rebeldes de las nuevas generaciones, fabricados en todos los sentidos se volverán “ídolos de la contracultura”. Los artistas de rap, rock y reggaeton expresan limpidamente la aspiración antisistema de hordas de almas necesitadas de gritar su fastidio y soledad por la realidad que los maniata. 

En el supermercado, en las tiendas online y en el entretenimiento, encontramos cientos de productos que usan como estrategia de venta las distintas tendencias ideológicas que van tomando presencia en el panorama general de la cultura. Así, los consumidores podrán comprar productos que vayan acorde a sus principios sin sentir que se traicionan. El negocio del veganismo nos ofrece varios ejemplos como los productos orgánicos o el comercio sustentable que no hacen pruebas en animales; todos ellos vendidos como productos de lujo y en consecuencia, más caros para un grupo social que puede pagar por su ideología de contracultura. Las empresas no reparan en ello, toman lo que debería ser una obligación y lo convierten en su slogan mercadológico. Slavoj Žižek, da una de las explicaciones a este fenómeno con el café de Starbucks: “… cuando entras en un local de Starbucks suele haber carteles por ahí con el mensaje, “sí, nuestro capuccino es más caro que los demás pero…”, y entonces comienza el cuento: “…damos el 1% de nuestros ingresos a unos niños de Guatemala para mantener su salud, al suministro de agua para unos agricultores en el Sáhara o para salvar los bosques y poder cultivar café orgánico”… Starbucks te permite ser consumista y ser consumista sin mala conciencia, porque el precio que pagas para contrarrestar, para luchar contra el consumismo, ya está incluido en el precio de la mercancía.”  The Pervert’s Guide to Ideology (2012, Sophie Fiennes) Café orgánico, ropa de materiales reciclados, autos eléctricos, entretenimiento incluyente, cada uno forma parte del mismo razonamiento: la ideología es un mercado y la contracultura es negocio rentable para los que quieren sentir y expresar que están cambiando el mundo. 

Uno de los últimos revuelos comerciales de Netflix ha sido la serie La Casa de Papel. Lo que se ha de destacar, es el efecto que ha generado en millones de espectadores a través del mundo. Estamos frente a una empresa multimillonaria y transnacional, que irónicamente generó más ganancias con una serie que relata la historia de ocho personas pobres que diseñan y simulan un atraco a la Casa de Moneda y Timbre de su país, para fabricar durante varios días millones y millones de euros sin registro, para posteriormente escapar y vivir fuera del sistema con dinero irrastreable. La mente maestra de la operación se nos presenta como un hombre que desea hacer justicia por la muerte de su padre, un atracador asesinado en el momento del acto. El resto de los personajes poseen historias de sufrimiento similares que justifican moralmente tanto la necesidad del dinero como el nivel de tal transgresión. Lo importante de analizar, además de los millones en merchandising generados por la serie, es la premisa sobre la que versa: se trata de un falso secuestro de los empleados de la Casa de Moneda y Timbre, un simulacro de terror que oculta lo que ocurre al interior mientras desconcierta a las autoridades y a la sociedad a causa del desconocimiento de lo que opera dentro del recinto. Adelantados a la previsible reacción de la autoridad, este grupo de falsos secuestradores atracantes, tienen como poder la “inteligencia”. Un juego, donde el desposeído logra fracturar al sistema. Son y no son disidentes, son y no son secuestradores, son y no son ladrones, el espacio borroso del delito simulado anula el castigo, y en todo caso sublima la acción de contracultura, la trampa radica en los valores morales intransgredibles: la lealtad, la familia, el amor. 

Operan dos acciones en la recepción colectiva de este drama. La primera, la experiencia común sobre la obtención de dinero en un sistema donde el 85% de la población mundial vive con menos de 30 dólares, lo que nos coloca a varios en una clase media, media baja, pobre o en pobreza extrema. Un drama que dispara la fantasía sobre ser adinerado cautiva inmediatamente el imaginario de varios. La segunda, es la forma, el alucinamiento de la forma, la desobediencia al régimen dominante: una realidad colectiva y una fantasía colectiva produce la purificación del espectador. Excitados por  una fantasía inverosímil, se anula la acción en la realidad. La simulación basta para saciar la inconformidad. La ficción es conducto para lograr la estabilidad que de lo contrario podría activarse. El drama comercial de la justicia es más bien represor, recrudece el poder de lo artificial, el espectador seguirá ahí en el sillón fantaseando y sin encontrar salida, sucumbiendo ante la depresión, que lo regresa a la pantalla donde sus aspiraciones se cumplen. Vive en el simulacro y la simulación, se viste, consume y se sacia de la imagen idealizada del actor y los actores que en una ficción son los héroes contraculturales, los que revientan el sistema, quienes lo derrocan. No obstante, son figuras fabricadas. Tal es el artificio que hasta ellos mismos están lejanos de esa fabricación. 

¿Qué es lo que nos están vendiendo con estos dramas? Sería muy ingenuo pensar que una empresa internacional como Netflix a la que le viene muy bien el capitalismo, esté incitando a la desobediencia civil o que pretenda hacer una crítica al sistema económico que lo beneficia. Entonces: ¿qué es lo que estamos consumiendo?, ¿será que lo que logra es trivializar y despolitizar los problemas sociales que requieren de acción política rigurosa, de pensamiento crítico objetivo y de organización social y en su lugar de la simulación que es suficiente para continuar al día siguiente? 

Estos contenidos “contraculturales” no significan ningún peligro, su naturaleza es estéril, porque apacigua y otorga calma en vez de furia e indignación.  Porque es objeto mercantil en vez de político. De tal forma, que se replica individualmente esta acción, el activismo de “redes sociales”, otorga la sensación de que se hace activismo real. Ser “revolucionario” se ha vuelto moda. El capitalismo lo sabe bien, es más, genera ganancias con ello.

La película Don’t look up, una sátira recientemente estrenada, es el epítome del cinismo de una industria que mercantiliza la crítica sobre sí misma, es el bufón riéndose de sí mismo por ser un bufón mientras cobra para que lo veas. Simulación del fin de la humanidad y su enorme estupidez. No concluye en nada, si acaso en un momento de risa desbordada que se evapora al instante. La ilusión es imposible de escenificar, tanto como lo es la realidad. Toda negatividad política directa o de fuerzas y oposición no es más que simulación defensiva y regresiva, tal y como dijera Braudillard en su libro Cultura y simulacro.

Las cuotas de género, la aparente inclusión de la diversidad, la responsabilidad social y la defensa del medio ambiente; son mercancías que se venden para que el consumidor se sienta en paz, que tenga la percepción de que está cambiando el mundo, así, el ciudadano piensa y actúa siempre como consumidor, exige a las empresas que sean partidarias de estos temas, y los amenaza con ya no comprarles si no lo hacen: mera ilusión de un poder inexistente; se vuelve un tema de mercadotecnia y no de política. No se piensa acerca de la estructura político-social que sostiene, crea y reproduce exponencialmente al mismo sistema, sino de su apariencia, de cómo se ve. Todo se mantiene intacto, no hay transformación real, porque vemos la realidad como si fuera una película taquillera.   

Nos sentimos bien cuando vemos en las grandes pantallas historias de seres marginados que triunfan, y cantamos junto a ellos y nos alegramos cuando hacen caer a  las empresas y a los políticos corruptos. Compramos estas historias, al igual que cuando compramos un café en Starbucks.

Me sorprende siempre el ver el enorme éxito que tiene “Los Miserables” entre la clase media y alta, cómo idolatran a Jean Valjean, se llenan de un espíritu revolucionario, se acongojan por su pobreza y orfandad (no nos ha de extrañar que muchos de los personajes populares de ahora siempre son pobres y huérfanos) y ven la injusticia social cuando es encerrado por robar un pan para dar de comer a sus sobrinos. Abarrotan las salas para ver una producción ostentosa y pagan boletos costosísimos para ver representada la pobreza “más hermosa y perfecta”  que existe . Y claman –¡Maldito sistema!, y luego regresan en sus autos nuevos, a sus casas en zonas residenciales y piden al personal doméstico que les preparen la cena. Bueno, es lógico que amen este drama: Los burgueses son los héroes de la revolución francesa contra las monarquías absolutistas, el problema es que ellos siguen pensando en la actualidad que son los oprimidos. 

No hay pues, en realidad contracultura en estos artificiosos dramas populares. Lo que consumimos es la perpetuación del status quo. Como dijera Bernard Shaw, el arte no es un espejo para mirarse, sino un mazo para romper ese espejo.