Yo hablo español. Mi madre habla español y mixe. Sus hermanos y primos hablan español y mixe. Sus padres solo hablan mixe. Los abuelos hablaban mixe, y los padres de los abuelos siempre hablaron mixe y así, podría ir, en retroceso hasta llegar a los dos mil años atrás ó al menos, eso es, lo que dicen los estudiosos. Todos los que me antecedieron en la línea familiar siempre hablaron mixe.

Una serie eventos fueron determinantes para que yo ya no hablara mixe. El primero ocurrió, cuando al pueblo de mi madre, siendo ella aún niña, llegaron maestros citadinos que con muy mala gana, eran obligados a irse a pueblos lejanos con el objetivo de que todo niño aprendiera español. El plan era integrarlos a una nueva identidad mestiza para homogeneizar la cultura. Así fue cómo ella y cada niño de su pueblo aprendió español. Ahora casi todos lo hablan. A excepción de los más ancianos, para los cuales, el español sigue siendo incomprensible. Mientras que para el resto, el mixe solo sirve para comunicarse con ellos; el segundo evento sucedió cuando mi madre a la edad de los 8 años dejó su pueblo para vivir en la Ciudad de México. Sola, en este obsceno mar de coches carecía de sentido que ella hablara mixe: ¿con quién iba a hablar?, ¿quién la entendería?, ¿las piedras, las banquetas y los semáforos? Hablar una lengua no es un ejercicio de individualidad, se constituye en colectividad, en común acuerdo para comunicarse. Además, para poder vivir aquí, la mejor estrategia era pasar desapercibida, como un árbol más, que habita entre cables y postes de luz. Hay que transfigurarse, cambiar las ropas, las formas de comer, de pensar, de mirar y escuchar. Todo se vuelve un perfecto juego de imitación: —A ver quién los copia mejor, a ver si logramos engañarlos—. ¡Ya éramos actores sin pensarlo! Se imita, porque la diferencia en esta ciudad obsesionada y orgullosa de su lánguida y predecible uniformidad, castiga y menosprecia a quien no combina con sus grisáceas calles y edificios maltrechos. ¿Quién cambia la belleza de los árboles y los cerros, el olor a tierra y ríos? Todos. Seguimos una inexplicable corriente de la que ya no podemos salir.

Recuerdo que cuando mi madre hablaba con sus padres en alguna caseta telefónica, de esas que había en cada esquina, debía hacerlo con suma cautela. En secrecía se escuchaban tenuemente sus susurros. Parecía que era cuestión de no incomodar al resto. Si por descuido llegaba alzar la voz en aquellas secretas platicas, el resto en la fila se daba cuenta y las miradas desdeñosas inmediatamente se lanzaban sobre ella. ¡El teatro se había caído! La representación mostraba sus telones y cables. Veía cómo su vestuario desgarrado, lentamente mostraba que solo se trataba de una impostora, alguien que está en un lugar que no al que pertenece.

Mi madre comprendió que aquí, las lenguas tienen sus categorías. La suya no estaba entre las privilegiadas. Primero, en la cima está el nasal sonido del inglés, que concede a aquel que lo habla un aire de altiva sofisticación e inteligencia. Solo los más educados e internacionalizados entienden los encriptados mensajes de la sociedad ejemplar, incluso en mi familia solían burlarse y decir que ellos hablaban: mixiglish, el inglés de los pobres. Luego está el español, que no genera ninguna fascinación, pero que cualquier deformidad o acento mal aplicado, te convierte en un sub-ciudadano que no representa dignamente la herencia española. Y luego están aquellos que por largo tiempo no debían hablar con esos “estridentes” y “rudimentarios” sonidos que nadie entiende, y que lo único que demuestran es aún forman parte de ese histórico grupo de inadaptados y retrógradas que no se dieron cuenta de que en México el español ya era la nueva lengua, u otra mirada sería la de ser vistos como reliquias que deben mantenerse inmutables bajo estado de “reserva” como especímenes en “peligro de extinción”.

Gradualmente mi madre logró convencerlos a medias, si bien, no dejaba de aparentar no ser de aquí, al menos era difícil saber de dónde podría ser. Un elemento menos que le evitaba ser juzgada. Uno puede hacerse de la vista gorda ante las burlas, pero hacen mellas y ahí quedan, se enfrentan con ironía y desapego. Esta y más razones llevaron a mi madre a no enseñarme mixe, quiso evitar que eso me condenara como a ella en esta ciudad, donde todo se categoriza en términos simplistas de “mejor” ó “peor”. Aún no puedo determinar si fue la decisión idónea, lo que sí sé, es que lo hizo para protegerme. Y es que hay culturas que mantienen su herencia fuera de sus lugares de origen, pero otras, aún habitando en su propia tierra, han sido convencidas que es normal sentirse avergonzadas de sí mismas, simplemente porque la historia no las favoreció en el gran relato.

Fui educada como cualquier niña de la ciudad con la idea de que los “indígenas” vivían en lugares lejanos y que yo no era ellos, yo formaba parte de la automática definición de “mexicano”, ósea una mestiza más, que de acuerdo a los libros de historia, a consecuencia de la llegada de un tal Cortés siglos atrás, los indígenas significaban mi pasado o bien mi  otredad. Vaya que nuestra educación mexicana es sumamente colonialista y europeizada. En tanto, en la intimidad de mi familia todo era diferente, se vivía secretamente distinto: había extraordinarios cuentos que mis padres narraban como platica en las comidas, habían bordados en las servilletas, en las fundas para almohadas y en las ropas, había cinco tamales por plato el día de los cumpleaños, porque el cuatro es el número de los muertos. Había predicciones y lecturas del destino, con las cartas españolas y poderosa brujería que se practicaban para castigar y maldecir a los que nos hacían daño. Hermosos aretes de oro y collares para los recién nacidos con su respectiva gallina zangoloteada y entregada en sacrificio para saber el nahual de cada uno. Era una regla nunca hablar de nosotros con lo demás, estaba prohibido decir dónde vivíamos, qué comíamos, qué hacíamos. Mi hermano hacía rabietas porque tal ocultamiento parecía una máscara absurda de nuestra existencia, cuando él era chico en la cuadra le gritaban: —¡Toluco! ¡Toluquito, salúdame a tu papá!—, llegaba a casa enfurruñado reclamando que por qué la gente le gritaba “toluco” si él no era de Toluca, todo se había dado porque mi padre con tal de no decir de dónde era, dejaba que la gente imaginara cosas, así que alguno asumió que debíamos de ser de Toluca.

A los diez años conocí a mis abuelos. Los he visto en un par de ocasiones más, y aun cuando compartimos sangre, rasgos, pasado y hasta herencia de enfermedades, somos extraños. Cuando estamos frente a frente, me miran, pero ellos no se ven en mí, los veo, pero no alcanzo a verme en ellos, al no hablar mixe he dejado de ser parte de la familia. Así, dos mil años de antigüedad de una lengua quedan sepultados en mí. ¿Cómo es que toda mi familia me resulta desconocida solo porque no hablamos la misma lengua? La lengua nos otorga identidad. Nos vincula con el entorno, con las mismas ideologías, con las mismas creencias, con el mismo pasado y origen. Tenían razón aquellos que decía cuando decían que nada quebranta más a un pueblo, que romper la continuidad de su identidad y su pasado. Una malvada y maquiavélica razón.

En una obligada visita al Museo de Antropología e Historia, donde debía aprender sobre los pueblos “indígenas”, las maestras nos insistían: —ellos son los extraños, los que viven diferente, los que hablan diferente. ¿A qué ridícula representación estamos jugando? Mi tía contaba que uno de los vestidos de su abuela estaba en aquel museo, vendido por un seminarista tiempo atrás, el último traje de ella está ahí. Hay dos maneras de asumir la situación: la primera es que de no ser por el Museo tal vez el vestido había terminado en un caja sucia llena de humedad y polillas; La segunda, se había convertido en un objeto de exhibición para las miradas extranjeras sin el consentimiento de ella. En la plaquita solo dice: “Vestido mazateca”, Gregoria había desaparecido tras esas palabras, aunque su olor aún estuviera impregnado en el algodón que ella misma cultivó.

Muchos años después caí en la cuenta de que mi familia y yo, éramos los otros, que aunque nuestra historia se extendiera siglos y siglos atrás, al igual que la de cientos y miles que también eran exhibidos como objetos de estudios en libros y vitrinas, nos habíamos convertido en “extraños” en nuestro propio país. Qué irónico suena eso. Seguimos pidiendo permiso para poder habitar aquí. ¿Quién era yo? Al estar de este lado del vidrio poseía la sensación de estar frente a mí, no siendo yo, porque lo que soy, es en realidad el otro, que yo no soy. Aún me pasa, veo las pinturas de los muralistas, las fotografías de los acervos y las exposiciones: —¿Cómo debería mirar estás imágenes?, ¿desde que perspectiva?, ¿acaso soy yo eso que veo pintado o pasado por el ojo del fotógrafo?, ¿soy aquella imagen idealizada y lejana que está puesta ahí para deleitar las miradas de los “otros”, que me retratan y que me ponen en una sala de exhibición ó en el salón de una familia adinerada, que cree que poner el cuadro de una mujer u hombre de rasgos “indígenas” los hace más conscientes e incluyentes de la realidad y la historia de la opresión de los mexicanos nativos, y que en consecuencia están dignificando nuestra existencia, aunque en aquella figura no nos veamos representados?, ¿debería presentarme ante los demás con esa apariencia que genera el exotismo y la diferencia? Esas imágenes están construidas desde una inevitable visión, no de la nuestra, de la mía. Incluso si se trata de una fotografía, sigue siendo el encuadre de alguien más. La historia no ha sido relatada por nosotros.

Me cuestionó en total confusión: —¿Lo que yo soy, no debería ser, sino ser lo que ellos pintan porque según ellos eso soy? Y sin importar mis raíces y mi rostro, no puedo (ni quiero) encajar en la imagen idílica de lo “indígena”. Tendremos que pensar seriamente esto, porque toda imagen artística tiene un discurso intrínseco tanto ideológico como político. Genera, refuerza o rompe estereotipos, (y yo prefiero romperlos y cuestionarlos). De lo contrario, será pobre nuestra posibilidad de ver y penetrar a profundidad la compleja identidad mexicana y de sus pueblos originarios, sí solo alcanzamos a ver una cara que creemos digna de retratarse, porque no cuestiona, no enfrenta, no habla. Un hecho quedó marcado en mí de forma tangible, y es que mientras se me decía que debía sentirme orgullosa de “nuestros” pueblos (¿nuestros?, ¿por qué esa apropiación tan paternalista y condescendiente?), mi madre no podía decir que era mixe sin ser denostada y mal vista. Comprendo perfectamente el porqué ella transfiguró su identidad, pues bajo la etiqueta de lo “indígena”, nadie hubiera podido ver a la mujer que era, sino el estereotipo que les gustaba ver o rechazar: nadie hubiera visto el rencor que ella sentía hacia su madre (que fue uno de los tantos motivos que hizo que ella decidiera salirse de su pueblo, aunado a la pobreza y la violencia, que tampoco es que sea distinta a la de aquí, pero al final hay que habitar en algún lado), no hubieran visto los golpes que recibía de mi padre, el acoso sexual que sufrió en cada casa donde trabajó como empleada doméstica, la terrible desesperación de no tener donde dormir, ni que comer y por supuesto no hubieran podido imaginar la espantosa violencia que ella ejerció en mí durante años. Eso, no lo alcanza a retratar ninguna imagen, se necesita más. Por eso hago teatro, porque da voz. En lo efímero de la representación lanzamos preguntas al aire. Nos ponemos en el lugar de todos. No edificamos imágenes, las rompemos y las deconstruírmos. Todo se vuelve sangre, carne y órganos.

Mientras realizaba mi maestría, decidí crear una obra de teatro para exponer esto. Recuerdo con claridad la respuesta de los maestros: —¿Pero quién eres para hablar de esto?, —¡No puedes hablar de lo que no conoces!, —No te corresponde. Se requiere de cierta “legitimación” —. Claro, en su imaginario no podían verme como una mujer “indígena”, yo entraba en la uniformada y artificiosa identidad “lo mexicano”. Por tanto, crear una pieza que hablara de ello, significaba usurpación. ¿Cómo debía según ellos, andar vestida, hablar, comportarme para encajar en su imagen fabricada de lo “indígena”? ¿Mis rasgos no bastan? Es decir, si yo no hablo la lengua de mi madre, y nací en la ciudad, ¿me había desindianizado?, por usar un concepto muy de los 80 en México. Alfabetizar para des-indianizar, pues quien dejaba de hablar una lengua se convertía en mexicano. ¿Y si lo hubieran sabido, me habrían visto distinta? Todas estás preguntas se configuraron en mi obra: ¿Cómo definimos quién es y quién no es indígena?, ¿qué engloba esa palabra?, ¿a quienes incluye y a quienes desecha?, ¿quiénes son los “mexicanos” y quienes son los “indígenas”? Preguntas y preguntas indispensables, porque nada se ha resuelto aún.

Mi obra abarca más que los temas de la identidad, me gustaba pensar que mi experiencia de vida se conecta con los conflictos universales de la esencia humana. Cuando construyo una obra, no me veo como mujer, ni mexicana, ni mixe, ni artista, ni pobre, ni joven o vieja. Me veo como una posibilidad que puede adentrarse en las infinitas posibilidades del ser. Soy todo: hombre, perro, planta, yaqui, asesino, extorsionador, amante, israelí, madre, abuelo. Penetro en lo humano. Mi forma adopta la forma que yo desee. He ahí mi inclinación por Xipe Tótec, me visto con la piel de las ficciones que soy capaz de crear. Y uno de los trajes que en algún momento sabía que tenía que usar era la de mi propia piel.

Mi identidad es dual. Una identidad híbrida que me coloca en ningún lado. En el limbo donde solo habita mi yo. Como decía  Joseph Roth: “Yo soy mi propio país”, donde quiera que voy, llevo mi patria. No pertenezco a unos o a los otros. En ambos lados soy vista con rareza. Lo único que escucho decir es: “Tú no eres de aquí”.

Legitimidad, en el arte constantemente se habla de ello. Todo artista debe pasar por la legitimación del Estado, los medios de comunicación o el gremio. No se es artista hasta que un sistema oficial te legitima. Cualquiera puede asumirse como artista, pero aquello no cuenta, hasta que el reconocimiento viene de afuera. Nadie duda la legitimidad de los grandes artistas, aquellos que son colocados en los Museos y se valúan en miles dólares y se convierten en patrimonio. Pero estamos obligados a ver más allá de esos cuadros, fotografías, esculturas y vitrinas impecables. Estamos obligados a ver el origen: ¿Qué nos ha llevado a querer revalorar lo “indígena” en estos tiempos? Si no es porque detrás de ello, existen cientos de años de ocultamiento, de llanto, de dolor, de muerte y humillación. Genocidios e historias que deben ser contadas a  la par de nuestra agonía por la pérdida de una lengua el día de hoy. Y no por ello, tiene que ser idealizado y victimizado el papel de los pueblos, tenemos que ser vistos y oídos cómo realmente somos, sin indulgencia, en cambio sí con todo el campo de acción que constituye la identidad de cualquier otro ser humano. La única forma que imagino para lograrlo es que, preponderemos constituir una visión crítica y objetiva que se origine en nosotros mismos.

La historia de los pueblos nativos ha sido la de la disidencia. Han tambaleado por mantener su existencia. Envueltos en las antiguas y recurrentes preguntas: ¿Cómo continuar siendo nosotros? ¿Está mal ser lo que somos? Seguimos ocultados, porque nuestra verdadera cara y voz son incómodas. Recuerda la pobreza y el abandono. Aunque hay eventos que han sido cómodamente olvidados como el esclavismo y el despojo sufrido. Aquí estamos, en campos agrícolas hacinados y con miserables sueldos, aquí seguimos limpiando los baños y pisos en las casas y los hoteles de lujo, aquí trabajamos cuidando las espaldas de quienes nos ven como desechos, aquí edificamos los edificios en los que nunca viviremos, aquí estamos peleando contra aquellos que nos ven como objetos turísticos. Mientras, somos retratados en costosas pinturas y fotografías que pertenecen a aquellos que creen saber lo que padecemos.

Es políticamente correcto abogar porque las lenguas no se pierdan, y que las voces de los pueblos sean escuchadas, ¡por supuesto! Pero lo políticamente correcto sobra. Solo es una mirada superficial que no enfrentar las verdaderas razones por las que se abandona una lengua, porque por hermosos que sean nuestros cantos, danzas, vestidos y arte, no se comparan con la voz del dolor, la miseria y la injusticia en la que diario viven y luchan. Como los yaquis que siguen de pie luchando por agua, los rarámuris abogando por su espacio que ha sido invadido por trenes que cruzan sin más las Barrancas del Cobre, los tzeltales peleando contra el despojo de sus tierras y tantos más… Porque el “indígena” de los libros y de las vitrinas son ilusiones que enmascaran a los verdaderos. Si la historia ha de cambiar, deberemos hacerlo nosotros. Prefiero ver restaurada la dignidad de los pueblos originarios que una vasija suya en una exposición. Aunque por algo se empieza, si esa exposición nos lleva restaurar la dignidad pérdida, ¡entonces que se exhiba toda nuestra vida!

¿Cómo no se han de perder lenguas en nuestro país, cuando las personas que las hablan son reducidos a nada sistemáticamente todos los días?

Texto escrito para el Conversatorio del Programa Académico en el marco de la Exposición:

Voces de la tierra. Lenguas indígenas. Museo Nacional de Arte, MUNAL. 2019

Ciudad de México