Pienso en qué tan importante es darle nombre a las obras artísticas que creamos, ya sea una obra, un poema, un libro cada uno debe ser expuesto al mundo con un nombre que lo muestro como único, pues será el nombre que acompañará la obra hasta la eternidad, incluso después de la muerte del autor, ese nombre debe calzar perfectamente; describir la obra en su totalidad, quedar encapsulada en una palabra o en unas cuantas. Es darle nombre a un hijo. Yo dedico bastante tiempo a esa labor y la asumo con responsabilidad; cuando se le da nombre a una obra es darle un soplo de vida, darle un cuerpo, un rostro, una identidad. Y cuando el nombre no es el correcto para la obra, se siente; decimos en voz alta el nombre y algo -no sé con certeza- suena extraño, ajeno e incluso torpe, algo soso.

Antes de que mi obra “Cabeza de caballo” se llamará así, intenté con varios nombres, entre ellos “Materia Gris”, lo decía en voz alta o en mi mente y parecía estúpido decir aquellas palabras, y todavía lo es, siento vergüenza. Era claro que ese no iba a ser su nombre, no encajaba. Los nombres son como un zapato, uno introduce el pie e inmediatamente sabe si aquello le quedará o no, y lo rechaza o lo acepta. Ya tarde, a punto de estrenar la obra, en una noche, mientras dormitaba me llegó el nombre, ¡ese era! Era evidente, como si viniera del pasado o como sí simplemente se revelara ante mí: “Cabeza de caballo”. Lo repetí cuatro, cinco veces… había hallado el nombre correcto. Para mí capta el alma de la obra, cada palabra, cada suceso que ocurre en ella.

En ocasiones el nombre puede ser lo primero que llega. En el caso de “Corpus”, antes de tener algún esbozo de texto, alguna escena, aunque fuera una pista de lo que podría ser el montaje, ya estaba el nombre “Corpus”. Ah, como me gusta esa palabra, es el contenedor perfecto para miles posibilidades. Es una palabra viva, sanguínea, pulsante. No hay margen de error con ella. Siempre será un nombre perfecto.

Existe otros nombres que requieren englobar significados secretos, y entonces hay que dedicarles tiempo para construírlos. Estos no vendrán por sí solos, hay que construírlos. Así me sucedió con el nombre de mi obra: “Autorretrato de un águila rota”. Después de buscar en decenas de significados, de unir palabras, de cortar, armar sonidos y de sentir que ninguno captaba la esencia de la obra, logré unir tres palabras. Aquella obra era un espejo donde el espectador se reflejaba, pero a la vez, no se le delvolvía la imagen de sí mismo, sino una alegórica de su identidad colectiva como mexicano, un águila quebrada, que no logra resanar las grietas de su pasado.