Antiguo y extenso ha sido el debate de si el arte debe o no tener intenciones y contenidos políticos. “El arte por el arte”, planteado inicialmente por Kant en la Crítica del Juicio (1790), y posteriormente por otros autores y artistas, devino en un importante camino para la creación artística occidental, así, diferentes corrientes se enfocarían en los procesos artísticos, en la experiencia del arte, en el sentido o intención del autor, en la búsqueda de nuevos lenguajes y más, lo cual se asienta claramente a principios del siglo XX con las vanguardias, que romperían drásticamente con los preceptos anquilosados del Clasicismo ( en forma y contenido).
Durante el Romanticismo las obras artísticas comenzarían a albergar en sus planteamientos cierto grado de crítica social. Los artistas inspirados por la Revolución Francesa, –que se había desatado por un cambió en el paradigma social provocado por el Modernismo, el surgimiento del capitalismo y, sobre todo, el nacimiento de la burguesía y del proletariado durante la Revolución Industrial en el siglo XVIII–, de este modo virarían hacía las sendas de un arte político. Por supuesto, el teatro no quedaría exento.
Pero sin duda fue el teatro latinoamericano durante el siglo XX el que expresó con contundencia su pesar social, su lucha política, su necesidad de afianzar una identidad de protesta : Agusto Boal, Cáca Rosset, Enrique Buenaventura, Luis Valdez, entre tantos. La lectura de Brecht y Piscator les dieron alas para un teatro impugnador. Por ello, no sorprende la cantidad de obras y creadores actuales que mantienen esa urgencia por abordar y desmenuzar los hechos políticos y sociales de su presente. En América Latina el impacto de la ola desatada por la modernidad desde siglo XV (el colonialismo, la esclavitud, el genocidio, la desigualdad), sigue pegando en nuestro rostro a diario.
Si bien en las carteleras y los teatros aparecen en ocasiones genuinos proyectos escénicos con propuestas disruptivas, de interdisciplina, performáticas, de transgresión con contenido de protesta, de crítica, de análisis social y político. Existe dentro de estos, un grupo que juega en dos zonas políticas que de primera instancia podrían ser antagónicas. Estos, logran fusionar su –bautizado por ellos mismos– “activismo político” con el servicio al “poder”. Estamos frente a un grupo complicado de definir, porque sus propios intereses y acciones resultan confusos.
En nuestro país, previo a la llegada al poder del actual presidente de México, este grupo que ahora tiene aliados en las grandes esferas y disfrutan de prerrogativas en su área y fuera de ella, fungió aparentemente como “contestatario” o para usar una palabra menos radical, “cuestionador del sistema”. No es la primera vez que ocurre esto en el contexto de nuestro país. Hasta la fecha, los grandes “intelectuales orgánicos”, que por un lado hacían crítica política y por el otro recibían beneficios por sentarse a lado del presidente en turno, como le sucedió a Octavio Paz o a Carlos Fuentes, siguen siendo dilapidados por la opinión pública por haber tenido una moral frágil y susceptible al interés personal.
Y no ha sucedido únicamente en México, ni por primera vez en la historia humana. El mismo Molière fue cercano y favorito del Rey Luis XV, Shakespeare de la Reina Isabel I, Virgilio de Cayo Mecenas; sin embargo, en el caso de estos últimos, el contexto, la ideología, los sistemas de producción artística se regían por normas y una visión del mundo muy distintas. De entrada, no se pensaba en la lucha de clases, la idea de Estado-Nación, o sobre la opresión social; elementos que varios de estos artistas actuales usan para sustentar su “activismo” y su obra artística. Claro, el mundo se dividió política y socialmente entre la Izquierda y la derecha, entre los conservadores y liberales. Nuevamente la Revolución Francesa tuvo que ver con estas ideas.
Vale la pena abordar el significado de “intelectuales orgánicos”, término acuñado por Antonio Gramsci y que aborda en su texto: La formación de intelectuales, y los define como aquellos funcionarios de la superestructura que se emplean bajo las instrucciones del grupo dominante –que por lo general es el sistema social democrático burgués–, encargándose de mantener y dar continuidad a la hegemonía social del gobierno político, así como de responder a las exigencias del mismo.
Este grupo de artistas actuales orgánicos, en especial teatreros, aparentemente no han cambiado de bando, porque estamos frente a la gobernanza de un partido que se autodenomina de “izquierda”, –pero que no siempre en la práctica se comporta como tal, ni todos sus integrantes lo hacen–, lo cual, hablaría de su congruencia ideológica… aunque, cuando analizamos el accionar presente y pasado de este grupo, da la impresión de que en realidad todo se trataba de una autopromoción para adquirir merced institucional; favoritismos para recibir apoyos, becas, visibilidad y hasta puestos políticos. Trabajaban para ser cobijados por el poder, o al menos eso parece, porque ahora son los artistas oficiales del gobierno, los que vemos en cada evento que se realiza desde el Estado Mexicano, a los que se les reconoce desde la silla presidencial o la Secretaría de Cultura, a los que se les premia con puestos directivos burocráticos, a los que ocupan curules como diputados y salen en televisión con grandes sonrisas defendiendo los errores, las omisiones y acciones afortunadas de quien los tiene ahí.
No discutiré si tienen los conocimientos, talentos y las capacidades para ejercer dichos puestos o si merecen tales apoyos, e incluso si tienen el derecho o no de hacerlo, porque el derecho como ciudadanos, lo tienen, y eso es incuestionable. En cambio, creo que se trata de los principios éticos y morales que ellos dicen tener y defender. Y es que su camino era obvio, si lo pensamos, desde antes realizaban alianzas y amistades (que pueden ser reales y francas) con actores de la política y funcionarios, que hoy, convenientemente les están dando frutos.
No se han dado cuenta que ahora ellos sirven al poder, que se han convertido en los “intelectuales orgánicos” de una izquierda –cada quien podría afirmar si lo es o no–, y que como sea, es el que establece los lineamientos, el que decide, el que gobierna. Al final, poder.
Me pregunto, siendo tan favorecidos, ¿qué tan válida es la crítica social o política que pueden hacer en sus obras? ¿Qué tan verdadero era entonces su “activismo”? ¿Tenemos acaso, artistas “encubiertos” de militancias? Hablo de los que pertenecen a la comunidad de teatreros, no los de la farándula, esos sabemos a qué intereses responden.
¿Será verdad lo que expuso en su comparecencia ante la cámara de diputados la actual secretaria de Cultura Alejandra Frausto, sobre que la Cultura dejó de ser un privilegio para unos cuántos y que se acabó la corrupción? Los privilegiados del Sistema, ¿tienen la calidad moral para hablarnos de las injusticias? ¿Deberíamos de escucharlos? ¿Representan ellos la defensa de los derechos de las mujeres, de la comunidad LGTBIQ+, de las comunidades originarias, de los desposeídos, o de los marginados?, o en realidad, ¿son un bloque privilegiado que sirve a los intereses políticos de una superesctructura que los requiere para organizar y administrar la hegemonía cultural e ideológica? Como empleados de las clases dominantes, ¿pueden considerarse a sí mismos disidentes del sistema?
Citando a una de ellas, que hoy es diputada federal, y que se presenta en las redes sociales de la siguiente forma: “Artista, cabaretera y activista, el arte no sólo como placer estético sino como medio político y revolucionario.” Valdría la pena pensar si la supuesta posición de disidencia se mantiene cuando se establece desde una reciente posición de privilegio. No lo sé, tal vez sea yo quién se equivoque. El futuro juzgará.
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